José Bretón no planificó esta vez su propia muerte, sino una venganza. Pero para ser un hombre tan concienzudo volvió a fracasar. Aquella vez, en 1997, tomó varios ansiolíticos y apareció inconsciente en su coche junto a tres bombonas de camping gas. Fue en la finca de Las Quemadillas, el escenario donde Bretón, como le llaman los conocidos, parece desatar los efectos de sus desengaños. En esa propiedad de naranjos prendió una hoguera el sábado 8 de octubre de 2011 donde, según todos los indicios, quiso eliminar todo vestigio de sus hijos Ruth y José, de 6 y 2 años, a quienes cuidaba todos los días. Quiso hacerlos desaparecer para siempre, que la mujer que le había abandonado estuviera destinada a preguntarle durante toda su vida dónde estaban. Aunque estuvo cerca de conseguirlo, fracasó también: sus huesos destrozados quedaron depositados en una dependencia policial, confundidos durante 10 meses como restos de roedores.
Bretón es un hombre pulcro, maniático, ordenado. Tiene 39 años. Delgado, de baja estatura. Voz aflautada, casi afeminada. Apunta en papeles notas o ideas que le rondan la cabeza a modo de recordatorio. Sus anotaciones son, sin embargo, desordenadas, lo mismo hace un apunte sobre asuntos de la separación (“me dice que será justa con el piso, si yo soy justo con la ayuda compensatoria”, “puede decir que mi familia pague porque tiene recursos”) que desbroza los sentimientos que le acosan: “Tal vez prefiero hacer daño antes de que me lo hagan”. En sus notas hay frases enigmáticas como “¿sería bueno desprenderme de las cosas que me recuerdan a ella?”. Y alguna tan concluyente como esta: “Soy mala persona”. Bretón reconoce que es especialmente exigente con los niños. Le molesta que tosan, que sorban los mocos, que hagan ruido al comer, que se ensucien las manos. A pesar de que durante año y medio está casi exclusivamente dedicado al cuidado de Ruth y José mientras su mujer trabaja, no se desprende ni en las cartas ni en sus manuscritos ninguna referencia sentimental hacia ellos, ninguna frase sentida hacia sus hijos. En realidad, lo que a Bretón parece atormentarle desde tiempo atrás es que una mujer le engañe o le abandone. De un primer desengaño sobrevino una tentativa de suicidio. De este segundo, la venganza.
En 1997, tomó varios ansiolíticos y apareció inconsciente en su coche junto a tres bombonas de camping gas.
Los hechos sucedieron muy rápido y están buena parte de ellos milimétricamente documentados. No se conoce ningún caso de esta repercusión en la historia policial española en el que los movimientos del presunto asesino en los escenarios del crimen estén documentados en horas, minutos y segundos, además de localizados. El espacio y el tiempo son magnitudes que juegan a favor de la investigación policial. Entre el momento en el que la mujer anuncia a Bretón que deja el domicilio conyugal y la desaparición de los hijos transcurren 23 días. El único acuerdo entre ambos es que Bretón podrá tener a los niños en fines de semana alternos.
Hay tres fines de semana de por medio. A Bretón le toca estar con los niños el del 8 de octubre, pero tiene la boda de uno de sus mejores amigos. A pesar de que su mujer le ofrece cambiar, Bretón no acepta. Todos sus actos parecen ya planificados. Acude a Huelva el viernes 7 a por los niños, le hace entrega a su mujer de una carta, en la que le pide reanudar la relación, y un ramo de flores. Fiel a sus métodos, encarga a dos personas que, a lo largo de ese día, le entreguen flores a su mujer. La carta pretende ser una súplica: “No me digas que después de tanto tiempo juntos no nos queda un poco de rescoldo a la esperanza, ya me encargaré de avivarlo, tengo la eternidad para hacerlo... qué es lo que nos separa ¿tanta repelencia te produzco?”. Bretón espera una respuesta. Llama en varias ocasiones a su mujer por teléfono, pero no obtiene respuesta. El médico ha recomendado a Ruth que evite conversaciones con su marido. Como Bretón no obtiene respuesta, puso en marcha su plan al día siguiente.
“Tal vez prefiero hacer daño antes de que me lo hagan”, escribió junto a otro comentario: “Soy mala persona”
Casi todos sus movimientos del sábado están documentados. Los graban hasta 9 cámaras que hay instaladas en el recorrido que hace (instaladas en un salón de juego, un centro de inserción, una empresa y un parque temático). Su teléfono iPhone, en el que se ha descargado una aplicación llamada Latitude, que permite a los demás saber dónde se encuentra, va ofreciendo datos precisos de su posicionamiento geográfico. A las 13.31, una cámara registra su paso hacia Las Quemadillas con sus hijos en la parte trasera de su Opel Zafira. A las 13.46 ya está en las proximidades de su parcela. A las 13.48 llama a su mujer sin obtener respuesta: la policía piensa que es una última llamada, a partir de la cual desencadena los acontecimientos. Hay que tener en cuenta que desde las 10.46 de la mañana, Bretón tiene su teléfono apagado. Solo lo enciende dos veces: una para llamar a su mujer y otra, a las 16.15, para descargarse música o algún vídeo.
Por tanto, entre las 13.48 y las 17.30 debió de suceder algo siniestro dentro de la finca de Las Quemadillas. Dos horas y 42 minutos que Bretón transcurre con sus hijos, que aún no habían comido ese día. Ha adquirido dos medicamentos (Orfidal y Motiven 20) en una farmacia, que pueden tumbar a cualquiera y cuyas cajas aparecerán vacías. También está comprobado que a las 17.15, dos torres del Infoca (organismo dependiente de Medio Ambiente de Andalucía), detectan un fuego (“una columna de humo potente y densa”, dice su informe): no movilizan a nadie porque no hay riesgo de incendio en los alrededores. Es la hoguera que ya debe prender a máxima intensidad como para ser detectada. Un vecino declararía semanas después haber sentido un olor a quemado extraño, muy diferente al de la madera.
Sale de la parcela en su vehículo a las 17.35. Lo detecta una cámara. A las 17.49 su teléfono genera dato de localización camino del parque de Cruz Conde. A las 17.57 pasa por delante de la Ciudad de los Niños detectado por la cámara 9 de este recinto. A las 18.01 conecta su whatsapp (mensajería telefónica) y le entra un mensaje de su hermano de hace 47 minutos. A las 18.02 lee el mensaje y a las 18.03 contesta. A las 18.05 manda un nuevo mensaje: “Esto está abarrotado de gente, he tenido que aparcar lejos”. Y así cruza cuatro mensajes más. A las 18.08 recibe una llamada de sus padres que dura 137 segundos. Hay más mensajes y llamadas hasta las 18.17 en el que Bretón comunica a su hermano Rafael que no encuentra a los niños. A las 18.39 se produce la llamada a emergencias.
El error al calificar los restos de la hoguera obligará a modificar algunos protocolos de la policía científica.
Es decir, han pasado 17 minutos entre que Bretón aparca, supuestamente camina con los niños hacia el parque, responde a mensajes y a llamadas y pierde a los niños. La reconstrucción de los hechos descarta toda posibilidad de que alguien con dos chicos pequeños pueda hacer ese recorrido en ese tiempo. El estudio de las imágenes, realizado por compañías especializadas en el tratamiento digital, concluye que Bretón viajaba solo en el coche: no había nadie en la parte trasera. Durante 10 meses la policía ha realizado una investigación exhaustiva, tenaz, sin reparar en gastos. Ha ido acumulando datos e indicios que conducían todos ellos a José Bretón y a la finca de Las Quemadillas. Han contratado a empresas para horadar cada metro del suelo, han revisado cada pozo del entorno, han enviado buzos al Guadalquivir, han revisado cada palmo de las fincas anexas con perros y aparatos, han preguntado en los 21 establecimientos comerciales que rodean la casa de los padres de Bretón, de donde partió aquel día con los niños. Han mezclado la investigación más clásica a pie de tierra con lo último de la tecnología digital. Y han llegado a la conclusión de que no había un cómplice en el caso y de que Bretón, en su plan, salpicó de pistas falsas su recorrido: unas bolsas de basura en un contenedor, una huella y una sábana a la orilla del Guadalquivir y una hoguera sin sentido en medio de una finca de naranjos. Por si acaso, recogen las muestras de esa hoguera todavía humeante cuando llega la policía la noche del sábado a la finca. El acta de la recogida de huesos, un botón y un trozo de tela se realiza el 10 de octubre.
Bretón es detenido el día 18 de octubre. Tanto el juez como la policía están de acuerdo en que los indicios y su comportamiento frío y desapasionado hacia la pérdida de sus hijos apuntan hacia él sin género de dudas. Están a la espera del informe forense, que llega el 11 de noviembre y es negativo: “Siendo todos los restos estudiados de naturaleza animal y de diferentes tamaños (…) no se ha producido la incineración de ningún cuerpo o resto humano”. El informe es terminante: la policía nunca pone en tela de juicio un análisis de la científica. “Para nosotros es palabra de Dios”, reconoce un alto mando.
La hoguera se convierte así para la policía en una pista falsa más, elaborada por un hombre que se comporta de una forma fría, cada vez más envalentonado según la investigación prosigue sin avances concluyentes. “En la calle soy un mierda, pero en mi casa mando yo”, dice Bretón. Se comporta delante de los policías como un gallito: apenas presta atención al trabajo que realizan. Les cuenta sus presuntas hazañas sexuales con anteriores novias, les cuenta con pelos y señales su experiencia cercana en un burdel de Córdoba con una prostituta rumana. Y habla de su mujer en términos despectivos, cada vez más groseros. No siente pena. Ni dolor alguno. Odia a su mujer y no habla nunca de sus hijos: como si no hubieran existido. Los inspectores y comisarios que tratan con él no encuentran ningún resquicio en Bretón, no se derrota, no cae en ninguna trampa, apenas se contradice.
Parece cada vez más orgulloso de provocar tanta atención de la policía. Les quiere invitar a tomar un ágape en la finca. “En el fondo, no tenéis nada contra mí”, les reprochaba.
Su pasado no tenía otros datos llamativos que su pertenencia al ejército durante unos años y su estancia en Bosnia, donde intervino como conductor de ambulancias. Quiso ser guardia civil, pero no dio la talla. En realidad, nunca tuvo una actividad demasiado estable: trabajó como conductor y, sobre todo, ayudó como albañil en la construcción de Las Quemadillas. Trabajó mucho para sus padres en la gestión de su patrimonio: el padre había adquirido varias parcelas en Las Quemadillas, que ha ido vendiendo durante los años de la burbuja. Bretón es un hombre ordenado y pulcro con una vida mediocre. Tuvo un primer desengaño amoroso que le llevó a un intento de suicidio. Sus padres no veían con buenos ojos aquella relación: da mucha importancia a la opinión de sus padres sobre las mujeres. Luego llegó su noviazgo con Ruth, su boda en 2002, el nacimiento de sus hijos, posiblemente una etapa feliz en su vida: “Démosles una vida ideal, poder pasear, llevarlos al colegio, viajar, llevarlos al médico ¿tanta repelencia te produzco? Disfrutar de la Navidad”, le escribe a su mujer en su última carta.
Bretón hace varias referencias a un libro. Es El caballero de la armadura oxidada. De hecho le regala un ejemplar a su mujer el 23 de septiembre, una semana después de separarse. Es un cuento para adultos, un libro de autoayuda escrito por el norteamericano Robert Fisher y publicado en 1994 que ha llegado a convertirse en un best seller. Versa sobre el proceso de cambio de un ser humano que no expresa sus sentimientos, que tiene dificultades para expresarlos. Y Bretón tiene un problema con sus sentimientos: “Tengo conceptos que me parecen inamovibles para tener un patrón que seguir, pero a veces no sé si merece la pena. A lo mejor necesito estar con alguien exactamente como yo, o no salir con nadie”, escribe en sus notas. “Tal vez prefiero hacer daño antes de que me lo hagan. Esta mujer dijo que la hacía sufrir [se refiere a una relación anterior], no digo que no, no sé si lo hago inconscientemente”. Su mujer le describe así en una carta: “José es celoso (celos patológicos), envidioso, obsesivo, machista, intolerante, nada comprensivo, no es cariñoso, no es atento, no es detallista, percibe perfectamente los defectos y debilidades de las personas y los destaca”. Hasta el día 7 de octubre, víspera del día en el que desaparecen los niños, Bretón nunca le había regalado unas flores a su mujer.
Los responsables de la investigación, policías de Madrid, Sevilla y Córdoba, se reunieron a finales de julio para estudiar el siguiente paso a seguir. Sufrían 11 meses de frustración, pero todos estaban convencidos de que tenían que volver a Las Quemadillas por enésima vez: los restos de los niños no habían salido de allí. Planificaron una nueva tentativa con la empresa de georradar. En una ocasión llegaron a excavar bajo los restos de la hoguera, pensando que Bretón había utilizado técnicas militares para hacer desparecer cuerpos y había improvisado una especie de horno crematorio bajo la superficie. Esa excavación, como las demás, resultó negativa.
Una casualidad cambió el rumbo de los acontecimientos con la intervención de dos paleontólogos a mediados de agosto. El informe de la policía científica era incorrecto: no eran huesos de roedores sino de niños. Saltaba a la vista, en opinión de dos expertos indiscutibles.
El ministro quiso protagonizar el anuncio sin atender a otras consideraciones: había en medio un importante error policial. A consecuencia de ello, órdenes superiores obligaron al comisario Serafín Castro a pasearse por todos los platós de televisión dando cuenta de los detalles de una investigación todavía no cerrada con un sumario parcialmente secreto, un hecho infrecuente que ha causado estupor entre los mandos policiales y los órganos de justicia. La pista falsa se convierte en la prueba determinante aunque no haya rastros de ADN. “¿Por qué tenemos huellas de ADN de los hombres del paleolítico y no de los romanos?”, explicó uno de los expertos: “Porque los romanos incineraban sus cuerpos”.
Un error estuvo a punto de echar por tierra una investigación exhaustiva, documentada al detalle, tenaz hasta el agotamiento. En condiciones normales, un caso así habría quedado cerrado en un mes. Lo sucedido motivará, según fuentes policiales, una revisión de los protocolos de la policía científica porque un error de esta naturaleza no debe volver a repetirse.
¿Estuvo todo tan bien planificado? ¿Conocía Bretón la existencia de las cámaras de vigilancia y las utilizó en su provecho? ¿Jugó con esas cámaras al realizar algunos recorridos fuera de toda lógica? Su intento de engañar a la policía con la pérdida de sus hijos en el parque era muy burda. Si la esencia de su venganza era la desaparición total de sus hijos, no lo consiguió. Bretón se ha convertido en un personaje gracias a un error que le ha mantenido en pantalla durante 11 meses. De lo contrario, habría pasado a ser un caso más de violencia de género, el de una persona ordenada y mediocre, con dificultad para expresar sus sentimientos. El típico caso de un hombre que busca el vasallaje de la mujer. Nada nuevo.
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2 comentarios :
Increible. Al menos espero que alla donde esten, los niños esten bien y al menos el monstruo de su padre no les haya hecho sufrir mucho al matarlos.
:'(
Eso queremos pensar todos "que no sufrieron" pero me pregunto en mi interior si esto es lo que queremos pensar para no sufrir tanta rabia y dolor. Gracias
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